Paciencia

Podemos ser el angustiado conejo de «Alicia en el país en las maravillas» o el niño incapaz de entender si han pasado diez minutos o dos horas desde el último aviso para dejar los juguetes e ir a cenar porque, de inicio, no todos contamos con la misma percepción ni tan siquiera igual concepción del tiempo. Ni de la propia paciencia.

Decía Francesc Núñez, director del Máster en Humanidades de la UOC, que «antes de la industrialización, el tiempo no se percibía como algo intercambiable por dinero». Que después comenzamos a percibir el tiempo como algo que se podía perder y hasta malgastar. Para llegar a los ochenta, lleno de yuppies obligados a vivir como el conejo, porque el éxito empezó a medirse en la cantidad de huecos ocupados en la agenda. En el número de llamadas atendidas fuera de la oficina desde su Motorola. Porque el éxito también era vivir permanentemente conectado con el mundo.

Lo de estar permanentemente conectados lo superamos hace ya tiempo y el éxito se ha transformado en la capacidad para permanecer siempre activo. Tanto, que el hecho de esperar algo nos resulta insoportable. Alas veces que podemos, pagamos por eliminarlo. Y, una vez eliminado, presumimos de eficiencia llenando ese nuevo tiempo ganado al tiempo. 

La ilusión de la inmediatez

Vivimos en la ilusión de que hacer muchas cosas a la vez nos convierte en más libres, pero la costumbre de estar siempre conectados, activos y accesibles nos aboca a esperar para todo una respuesta instantánea. Una respuesta recíproca. Casi obligamos a que sea el resto el que se adapte a nuestra velocidad.

Empezamos a valorar el vínculo que tenemos con cualquier cosa en función a la inmediatez con la que nos responde. Buscamos con tanta ansiedad dar con la respuesta en el buscador que no esperamos a la segunda página. Escuchamos audiolibros porque no queremos detenernos en hacer una sola cosa. O nos programamos los podcasts al doble de su velocidad para poder escuchar otros. Justifiquemos esta nueva impaciencia por una cultura que se ha vuelto acelerada. Tanto que nos hace incapaces de mantener la concentración.  

Hemos construido unos hábitos que no invitan a la reflexión. Acostumbrándonos a una respuesta tan rápida que nos obliga a quedarnos con lo primero que encontramos. Es más fácil acumular datos que meditar sobre ellos por lo que solamente en contadas ocasiones nos permitimos cuestionarlos.

El test de la golosina

En los años 60 del siglo pasado, el Dr. Walter Mischel sometió un grupo de hijos preescolares de profesores de la Universidad de Berkeley a la tentación de permanecer en una habitación en solitario. Sentados frente a una golosina y sin ningún tipo de distracción. El trato consistía en que si eran capaces de permanecer quince minutos sin abalanzarse sobre el dulce ni moverse de la silla, recibirían otra como premio.  En caso de no poder  resistir la tentación siempre podrían tocar la campana, levantarse y llevarse la golosina que los tentaba. Sólo esa.

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Esta misma inmediatez que buscamos para todo es la que nos hace quedarnos con esa primera golosina como el acceso a algo rápido, fácil y seguro. Pero a la vez no sólo estemos perdiendo la oportunidad de obtener una recompensa mayor, sino que estamos olvidando que recorrer el camino hasta la respuesta es también parte del premio. Sacrificamos el resultado por una satisfacción instantánea.  

Nos conformamos con lo primero que encontramos, con lo más rápido porque el modelo propuesto es el de llegar antes para poder continuar con otra cosa. Vivimos siendo víctimas de nuestros impulsos y hemos olvidado cultivar otras como la constancia y la paciencia. 

Normalicemos llegar hasta la página 5 de google para encontrar la respuesta.

Publicado mas o menos el 30 de enero de 2021 a las 6:44 pm por César García Gascón, archivado en las categorías Experiencia de usuario, Internet, Personal y etiquetado cómo , , , , . Siéntete libre de comentar un poco más abajo si quieres.

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